FICHA PERSONAJE

 

Ricardo vive en la posguerra española, en un pueblo del norte, quizá asturiano. Pero él no sabe nada de esto porque es demasiado pequeño para entender lo que es una guerra, y más si es civil, y las consecuencias que esta deja tras de sí. Tiene edad, eso sí, para convertir todas las viejas ruinas que se encuentra en las afueras de su pueblo en maravillosos lugares de aventura, da igual que sean cosas naturales o fabricadas por el ser humano. Así, ante los ojos de su inocencia, las nubes son dragones, las rocas castillos, las carreteras ríos de lava, y los esqueletos de viejos carros de combate destruido por la guerra, dinosaurios que todavía siguen vivos, allá en lo profundo de su corazón metálico…

RELATO

LOS TANQUES DE ABRIL

La pradera de hierba que se extendía junto al pueblo estaba llena de extraños dinosaurios. Eran restos de otro tiempo, moles oxidadas que llevaban ahí desde mucho antes de que el niño naciera, y por eso las veía como testimonios de un pasado inimaginable. Centinelas hechos de herrumbre. Su madre le había insistido en que no se acercara a los dinosaurios, pero tenían algo que lo atraía irremediablemente como solo un misterio puede atraer a un niño.

Los dinosaurios tenían formas raras, no se parecían a las ilustraciones que había visto en sus librillos sobre la Prehistoria. De hecho, tenían ruedas y una especie de cadena oruga cuyas cintas se habían salido de las guías y descansaban como tiras de piel muerta. En lugar de largos cuellos rematados por cabezas de lagarto, tenían cuellos rectos que terminaban en agujeros, como si la forma de morir de todos aquellos ejemplares hubiese sido la decapitación. ¿Y las cabezas, dónde estaban? ¿Quién se las había llevado? ¿Eran la ofrenda que reclamaba su cazador? Ricardo no lo entendía.

Aquellos monstruos tenían un aspecto sereno, muy apacible, tumbados en la hierba. Esta había crecido vistiéndolos con un manto verde y llenándoles de flores las entrañas. Era un cementerio donde la vida hacía de féretro y la naturaleza de epitafio. Ricardo lo había convertido en su jardín secreto, un patio de juegos donde había muchas cosas interesantes que hacer: correr entre los leviatanes, escalarlos cuando su madre no miraba, jugar al escondite en sus entrañas oxidadas, proclamarse rey de la colina encaramado como un tití en sus cuellos…

Una vez, su abuelo le había contado algo sobre los dinosaurios de la pradera de hierba. Era una historia loca, como todas las que le contaba, pero que tenía ese punto de fascinación de lo que una vez fue y ya pasó. Le habló de una gran guerra que había tenido lugar entre las tribus de los hombres cuando Ricardo aún era muy pequeño. Ese conflicto había dejado mucho sufrimiento sobre la Tierra, y había matado a aquellos dinosaurios a los que él no llamaba así. Su abuelo decía que eran «tanques», «vehículos blindados» destrozados por las bombas, unos términos muy complicados para el pequeño Ricardo, que apenas levantaba nueve años del suelo. La guerra empezó y la guerra acabó y regó el suelo de sangre, lo primero nada más que una invención inesperada de lo último.

Así pues, y si su absurda teoría era cierta, las moles oxidadas habían sido vehículos en otro tiempo. Trastos que llevaban gente en su interior, que servían para propulsar bombas muy lejos y matar a la gente sin tener que mirarla a la cara. Matanzas anónimas, frías, traicioneras. Su abuelo se deshacía en lágrimas cuando llegaba a esa parte, cosa que Ricardo no entendía porque, al fin y al cabo, él estaba vivo, y tenía ese millón de años que implica la distancia entre los ancianos y los niños.
Su abuela era una persona mucho más práctica: nunca perdía el tiempo recordando el pasado ni llorando por él. Las lágrimas, según decía, eran tesoros demasiado importantes como para desperdiciarlos en nimiedades. Según ella, el acto de llorar debía hacerse exclusivamente para alegrarse por lo que vendrá, en lugar de entristecerse por lo que pasó. Lamentarse por los tiempos que se fueron era como hacer un mal uso del futuro.

Su abuela, que se llamaba Lola, era artista. Pintaba. En aquellos tiempos costaba encontrar cosas tan simples como telas blancas y colores para emborronarlas, así que se apañaba con lo que tenía: usaba trapos viejos como lienzo y una argamasa que el abuelo le fabricaba mezclando tiznes del taller. A Ricardo le gustaba observarla mientras pintaba. La mayoría de las veces no entendía lo que estaba viendo, no sabía a qué venían aquellas rayas y manchas y volúmenes, pero le gustaba ver a su abuela esgrimiendo el pincel como una espada. Los ratitos que se subía a la colina eran tiempos muertos: nunca habrían sucedido hasta el instante en que volvieran a suceder. Y entonces, no habrían ocurrido nunca.

Se estaba haciendo tarde. Se acercaba la hora del «¡Ricardo, a cenar!», seguida por el inefable «¡Te he dicho mil veces que no juegues en esos trastos oxidados, que te vas a envenenar, pesado!». Ricardo no entendía cómo aquellos dinosaurios muertos podrían llegar a envenenarlo, ya que no podían morderle. Pero siempre había dado por supuesto que su madre estaba un poco loca.
El atardecer. A lo largo de las costas del norte, una luz mustia gravitaba sobre las aguas, derramándose a lo largo de las rías y trazando un zigzag de riachuelos. Parecía un resplandor tenue, insensible a la belleza oculta bajo él. Ese asomo de valles lanzados hacia poniente. Era la hora preferida de su abuela.

La vio allá arriba, encaramada a su colina, y subió corriendo para saludarla. Estaba sentada en un taburete delante del… ¿cómo se llamaba aquel trasto que sostenía el lienzo? ¿Cabestro, bastillo… no sé qué illo…? Bah, daba igual: el cachivache de palos que mantenía tiesa la tela mientras ella la emborronaba.

Cuando Lola lo vio jadear pendiente arriba, le advirtió:

—¡Muchacho, no te me asfixies que a ver si tu madre me va a echar luego la bulla!

El niño coronó la cima de la enoooorme montaña con un resoplido de jamelgo flaco. Se dejó caer en la hierba junto a su abuela.

—¿Qué es, qué es, qué es? ¿Soy yo?

En realidad, esperaba que la respuesta a esa pregunta no fuera un «sí», porque lo que había en el lienzo no eran más que líneas curvas y algún que otro accidente de color. Los trazos formaban eses inclinadas hacia la zurdedad de su abuela.

—No, Ricardito, no eres tú. Nunca pinto personas, no se me dan bien.

—Entonces, ¿qué es? —insistió el niño, que ya había empezado a buscar narices y ojos y orejas en aquel galimatías.

La mujer recorrió el prado con un vuelo del pincel, como un general pasando revista a sus tropas. Una tormenta que se acercaba por el oeste dejaba impresa una especie de infracción en el aire, en el vuelo de los abejorros; era como si ellos dos se hallaran sentados sobre unos campos eléctricos que hubieran empezado a arrinconarse.

—Observa fijamente esa gran mancha verde de hierba. La alfombra que cubre el prado. ¿Qué ves?

—Hierba.

—Sí, vale… pero mira ahora, y dime si algo ha cambiado —le susurró ella, enigmática.

Aquello parecía un examen de los que le ponían los severos maestros en el colegio, con su pizarrín y todo, pero intentó concentrarse. Allá abajo no había nada salvo los elementos de siempre —los dinosaurios, sus lápidas de flores, las rocas manchadas de musgo—, y estaba claro que nada de eso encajaba con las eses que había en el cuadro. ¿A qué se refería su abuela?

—No veo nada.

—¡Ahora! —dijo ella justo cuando soplaba el viento. Una mano invisible peinó la tierra como si hubiese sido Dios el que, cansado de verla siempre con el mismo corte de pelo, quisiera hacerle rizos. Desde su atalaya veían el conjunto, el cambio de color en la masa verde, el común denominador en todas aquellas inclinaciones de tallos. Ricardo se asombró porque parecía un espíritu que fuera volando bajo, contemplando su reflejo sobre la faz de las aguas.

—El viento…

—Exacto, eso es lo que intento pintar: el viento.

Los engranajes de la cabeza del niño funcionaron durante un rato, hasta que preguntó:

—Pero, abuela… ¿cómo pintas algo que es enve… inve…, que no se ve?

—Esa es la cuestión, ¿no crees, pequeñín? Pintar lo que no está. O mejor dicho, lo que solo está por dentro. Ese es el auténtico secreto del artista.

Ricardo, que no estaba entendiendo ni una palabra, se quedó en silencio un rato viendo cómo la mujer trabajaba. Más allá de las colinas y de las montañas, para el resto del mundo, era un día especial del calendario: la noche de todos los santos. Y en toda España ardían hogueras. Ricardo podía verlas en la distancia ahora que el sol no imponía su mandato con tanta fuerza: su luz inflamaba el cielo, empezando a conferirle a la noche un carácter de día claro. En cada colina, junto a cada parva de heno, ardía un deseo, y sus gritos brincaban sobre las piras como gatos enloquecidos. La mitología de la Cristiandad se desataba con todo su poderío de brujas y demonios. En las encrucijadas lloraban las almas perdidas sin saber qué camino escoger. Los calderos burbujeaban y los demonios se enquistaban en los goznes, haciendo chirriar las puertas a medianoche.

A Ricardo le daba miedo esa noche concreta del año. Sus maestros le habían contado historias espeluznantes sobre espíritus que vagaban por la tierra, persiguiendo a los pecadores —preferiblemente niños—, y él se las había creído a pie juntillas. Por eso estaba allí, jugando con sus tanques, y no con el resto de los zagales del pueblo, haciendo piras. Los niños en edad de temer salían de sus casas y miraban hacia los campos, esperando a que saliera por fin aquella luna, el ojo sin párpado que vigilaba el comienzo de la noche más espantosa del año: la noche de las ánimas, de las maldiciones, de los gatos negros y las pavesas blancas, de las gramíneas que se juntarían para barrer pecados y salir disparadas hacia el cielo; de los clavos que atravesarían la carne y amontonarían blasfemias en las piras. Noche de biblias teñidas de sangre y exhortaciones de fanáticos, de látigos y martillos, de pulgares de yesca y hatillos de paja inflamable.

La noche de las brujas.

Los niños estaban obligados a salir al exterior, le contó una vez su abuelo. No importaba que sus padres intentaran por todos los medios que se quedasen a salvo en casa: ellos encontrarían la forma de burlarlos. Romperían las promesas, violarían los juramentos, abrirían las ventanas, desatrancarían las puertas, quitarían los pasadores y romperían las sogas. Nada podría retenerlos dentro, pues no había fuerza en el mundo capaz de eclipsar la llamada. Estaban obligados a salir al aire de la madrugada empapado de ceniza y olor a carne quemada. A la luz de la luna del último juicio.

Ricardito se estremeció pensando en eso. En todos los pueblos de todos los continentes, los niños salían a la noche y se abrazaban a sus abuelas. Solo unos pocos, los más afortunados —porque eran demasiado pequeños o demasiado tontos como para burlar la vigilancia de sus padres—, permanecieron en sus casas, llorando a lágrima tendida, pues para ellos en lugar de un santuario era una prisión. Las madres los llamaron por sus nombres y ellos las ignoraron. Los padres salieron en persecución de sus vástagos con sacos o cuerdas para atarlos como novillos, pero pocos consiguieron su propósito.

Era la noche más terrorífica del año, y la magia negra campaba por sus fueros. Los niños se abrazaban con temor a sus abuelas.

—Abuela —dijo él, abrazándola—. Tengo miedo.

—¡Ja ja ja! No tienes por qué, tontito. Anda, que te crees todas las historias de miedo que te cuentan tus maestros… Eres más inocente que una estampita de Nuestra Señora del Cadalso. —Le dio una nalgada—. El miedo de un niño a la noche de brujas… sí, eso será lo próximo que pintaré. A ver, pon cara de espanto para que pueda hacerme a la idea.

El niño estiró hacia arriba una ceja y retorció sus labios, intentando asustarla como hacía con las hermanitas pequeñas de sus amigos. Pero lo que consiguió fue tan cómico que su abuela casi se cayó del taburete del ataque de risa.

—¡Ah, no, mejor que no, déjalo! —Se enjuagó las lágrimas—. Podría morir del miedo si sigues mirándome así.

—¿Estás asustada, abuelita?

—Aterrorizada. No llegaré a mañana si me pones más caras como esa.

—¿Estás pintando mi miedo?

—No, solo pinto cosas fugaces. Y el miedo de un niño dura mucho tiempo.

—¿Algún día pintarás algo tan rápido como el vuelo de un pájaro?

—Eso es muy fácil, ya lo he hecho muchas veces. Quiero que estos colores atrapen algo que sea tan veloz que no nos dé tiempo casi ni de mirarlo. Algo como… como… —Escogió entre dos o tres metáforas—. ¡La caída de un rayo! Ese caminito blanco que te deja aquí, dentro del ojo. El material de las hazañas de antaño habrá de refinarse en estas delicadas acuarelas.

Ricardo frunció el ceño. Ya estaba otra vez hablando raro. A veces, ni siquiera sus padres la entendían, y ella sonreía sin querer explicar nada, como si las personas mayores tuviesen su propio idioma que jamás enseñaban a los jóvenes, y que solo ese señor que vivía en el interior de los relojes podía enseñarles a ellos. En ese extraño código, que la había oído emplear a veces, la palabra ayer era la misma que designaba la idea de mañana. Y no quería decir nada más que «algo que no es ahora mismo», daba igual en qué orden sucediera. El idioma de los viejos, eso estaba empezando a aprenderlo, era un idioma sin tiempo.

Un nuevo soplido del viento los hizo tiritar. Las temperaturas estaban bajando. Ricardo miró hacia arriba, a las nubes, y vio que el cielo nocturno hacía su aparición como una perdigonada de mundos incandescentes.

—¡Ricardo, a cenar! —llegó una voz desde lejos, desde el otro lado de la colina. Ricardo le dio un beso en la mejilla a la vieja con esa cara de estar llegando tarde a una obligación exclusiva de la infancia.

Sin embargo, cuando iba a lanzarse colina abajo como una bala de punto de canalé, oyó que su abuela susurraba algo:

—Algún día pintaré algo tan breve, tan fugaz, que nunca habrá existido…

—¿Qué dices, abuela?

Ella le revolvió el pelo de estropajo con cariño, y se refugió en su silencio. No dijo nada más aquella noche.

Su mano se acercó al lienzo, cargada con un brochazo de sentimientos… pero la pintura no llegó a manchar el papel.

Lo que había visto en los ojos de su nieto era tan fugaz que ni siquiera podía ser pintado.